"Si existe armonía, esta es engañosa"
Werner Herzog
Werner Herzog
Me niego a ir a ver la expo de Ashes and Snow. No me late, me parece light, me parece pseudo armónica y me parece hechiza.. y no de magia. Discutí este tema hace poco con un visitante frecuente de la misma y me dijo que hasta que no fuera no podía pasar de decir: me parece. Tiene razón. Y no quiero ir a corregirme o a comprobarlo... no quiero entrarle al estilo spa, newagesozo, sólo porque técnicamente esté muy apantalladora, muy rapidita, peladita y en la boca... muy "bonita".
Me cae mal el ambientito alrededor, lo forzado de lo estético, que te gusta o eres un insensible antiambientalista, me chocan las apreciaciones ligeras que pretenden llevar a lo trascendente... no es cierto, no pasan de ahí y eso sí lo sé de cierto. Me cae gordo, sí un poco, el populismo que aquí la rodea, pero ciertamente no es por eso que no acudo. Evidentemente mi asuencia, como en la mayoría de los casos, no hará mella, con afluencias de 40,000 personas diarias, mi numeralio, no hará falta. Me quedo con Ansel Adams y sus filtrotes, con Cartier Bresson o Sebastiao Salgado, me quedo con los que me hacen sentir algo, no siempre lindo, pero algo, y no con los que me forzan a una paz, a una armonía artificiosa.
(mmm sospecho que mi influencia beat aún está surtiendo efecto).
26 de enero de 2008
ResponderEliminarLa semana pasada se inauguró con bombo y platillo el museo nómada, estructura de bambú que domina buena parte del Zócalo capitalino. El recinto se convirtió instantáneamente en el suceso cultural del año: 30 mil visitantes en tan sólo dos días. Sin embargo, cabría preguntarse cuál es el verdadero discurso de la muestra de Gregory Colbert, así como la tramoya de las políticas culturales del GDF. El siguiente ensayo, “El new age nómada: Ashes and Snob”, aporta una visión crítica que, ante todo, nos advierte sobre los riesgos y perversiones de confundir arte con espectáculo.
El museo nómada: una mentira disfrazada de arte
Por JOSÉ LUIS BARRIOS
Emulando un cuadernillo hindú de papel hecho a mano, recibí el pasado martes 15 de enero una invitación para asistir a la recepción privada organizada por The Rolex Institute con motivo de la pre-inauguración de la exposición Ashes and Snow del artista Gregory Colbert. Desde luego fue un evento con todo y alfombra roja y la asistencia de distinguidísimas personalidades del mundo del arte y la cultura, ese mundo donde se confunde (¿deliberamente?) a la Callas con Maribel Guardia, a López Dóriga con Alain Finkielkraut. Bastó con entrar al recinto nómada de varios millones de pesos y 5 mil 600 metros cuadrados para de inmediato darse cuenta de la obscenidad con la que funcionan las relaciones entre poder, arte y política. Vayamos por partes:
1. De la vida como materia estética a la estetización de la vida en la obra de Gregory Colbert
El new age ha sido durante las últimas tres décadas una de las versiones con las que el confort moral de la sociedad pequeño burguesa ha querido reconciliarse con el mundo natural. Si bien es cierto que en la Historia del Arte y de la Cultura las relaciones del arte con la naturaleza han sido una constante, también es cierto que en esta relación la naturaleza ha sido el trasfondo sagrado en el que se soporta el conflicto fundamental entre la vida y la humanidad. El new age, como toda falacia, parte de un engaño: la idea de considerar que la naturaleza, lo vivo, habita en estado de armonía consigo misma y que en algún momento existió un paraíso perdido donde la serpiente y el hombre convivían en paz perpetua. Como ya lo observara Adorno en el primer tercio del siglo XX: cuando se quiere explicar los hechos históricos y los procesos sociales y culturales por la construcción mítica de lugares originarios y anteriores a la historia, lo que se produce es un engaño. Un engaño que en el caso de las fotografías de Colbert se fabrica en tres registros: 1. La falacia de pensar que la fotografía es verdad porque toma lo real. Ya sus encuadres, tomas y desde luego la pose, nos muestran que esas imágenes dependen de la mirada del fotógrafo. No hay realidad porque no hay punctum o accidente, como afirmara Barthes. Apelar a la paciencia de la naturaleza para justificar la posibilidad de estas imágenes supone sobre todo pensar que entre el paisaje que depende de la mirada del artista y la vida animal existe una complicidad que no encuentro cómo justificar, y que en el mejor de los casos es una proyección de la fantasía del sujeto o sujetos sobre la vida natural. 2. La exotización del otro como el único humano que es cómplice de la naturaleza y que verdaderamente la comprende. Esto quizá sea uno de los aspectos más problemáticos de estas fotografías. No sólo la vida animal está pensada desde una nostalgia más bien conservadora de lo que es la naturaleza, sino que al ubicar al otro (niño, mujer, etc.), la mirada del artista reproduce las formas de representación colonialista y logofalocéntrica de Occidente. El abuso de modelos infantiles en sus fotos son un recurso retórico que no funciona de manera muy distinta a la ética de la piedad del Teletón. 3. Finalmente, construir un espacio estético-fotográfico de representación a partir de una des-historización mítica del otro exótico y la naturaleza, no significa la realidad de la relación rural y el otro como salvaje, sino más bien la imposición de la mirada del artista como Sujeto colonizador que estetiza la naturaleza para el deleite contemplativo del habitante de la modernidad postindustrial, más si éste es el hombre-masa para el cual la naturaleza significa sobre todo disfrute y placer: la playa o la aventura. Un niño dormido sobre un elefante o unos chitas que pacientemente están echados a lado de unos seres humanos, emulan una nostalgia por un paraíso que en realidad nunca existió. Colbert fabrica una paz y una armonía que funciona más como consuelo que como realidad. Habría que preguntarle a un indio o a un africano si el paisaje es tan puro y los animales tan generosos, y si la vida humana se entiende sin el significado ético que tiene el trabajo en las relaciones entre cultura, arte y naturaleza.
2. El espacio nómada: bambú y concreto
Si Colbert estetiza al otro y a la naturaleza para des-historizarlos y despolitizarlos, la reciente política de cultura y deporte del Gobierno de Distrito Federal (viejo concepto de las relaciones entre arte y ejercicio de los regímenes populistas), léase pista de hielo y museo, pareciera que tiene un pobre entendimiento de la noción de espacio y arte público. Si bien es cierto que la reapropicación del espacio público por sus habitantes es una estrategia correcta de neutralización de la violencia cotidiana, esto no significa que cualquier actividad o evento artístico por hacerlo tenga sentido. No voy a discutir en este espacio la función política del arte como crítica y reconfigurador de la experiencia de lo común, que en última instancia es lo que define la relación entre estética y política, pero es sobre esta idea sobre la que habría que definir o al menos problematizar las políticas culturales no sólo del D.F. sino del país completo, en torno al sentido de las relaciones entre arte y espacio público. Sin embargo, considero oportuno tomar en cuenta esta idea para aproximarnos a las implicaciones que tiene no sólo el concepto de nómada sino también el de museo en el contexto del Zócalo como el sitio público más importante, por lo menos simbólicamente, de todo el país.
Quizá lo más rescatable de la “intervención” de Colbert en el Zócalo sea la construcción efímera que realizó el arquitecto colombiano Simón Vélez. Sin embargo, no basta con la buena realización tanto estética como técnica para que una construcción de tales dimensiones tenga sentido en un espacio como el Zócalo. Desde el problema de las relaciones de escala horizontal y vertical con la plaza, hasta su función, son problemáticos. A esto habría que añadir la confusión, que no es meramente semántica, de llamar museo a lo que es una mera museografía, es decir, a una escenografía que soporta una puesta en escena. Algo similar sucede con el concepto de nómada. Para alguien que esté mínimamente involucrado en las problemáticas del arte y la geopolítica contemporáneas, lo nómada supone algo más que el desplazamiento de una exposición de un lugar a otro, y otra cosa que una temática que lo relaciona con lo salvaje animal o lo “bárbaro” humano. Supone al inmigrante ilegal, al desplazado, el refugiado o al exiliado político y a la frontera; supone también la política de los afectos como forma de resistencia, y las formas y expresiones artísticas como desplazamientos del canon de lo bello y la movilidad constante del significante arte. En fin, supone algo más que la transferencia de la figura decimonónica del viajero o el antropólogo, algo que a la hora que se inscribe en su versión posmoderna new age, lo que produce es una pura estetización. Estetización a la que no es ajena el espacio expresamente construido para albergar la exposición Ashes and Snow. El bambú, la iluminación intimista y los ojos de agua que enmarcan los pasillos del recorrido, producen una suerte de Tiki room Zen a la Busch Gardens que no tiene nada que ver con el impulso, si bien caótico, por ello también vital y conflictivo del Zócalo. La pregunta es clara: ¿puede pensarse un espacio de remanso cósmico en el centro de una de las ciudades más grandes y complejas del mundo? ¿Ironía o cinismo? Algo de eso, nada de remanso, pero sobre todo una pregunta que tiene que ver con cuál es la función del arte público como construcción de sociabilidad y lugar político. El mero intento de restituir y simular una complicidad “originaria” entre el espacio natural y lo humano a partir de la interrupción de la función política de lo público, es tomar jugo de uva en lugar de vino, tal y como sucede en las telenovelas. Si en la historia de la política cultural reciente, para la derecha Frida y Diego son capitales retóricos para legitimarse en las tradiciones del arte mexicano globalizado, pareciera que la izquierda coquetea con las formas suavizadas de la sociedad del espectáculo para prometer una modernidad y una vanguardia que por principio no tiene nada que ver con la puesta en escena de paraísos artificiales. Aún más, si quisiéramos limitarnos al mero asunto del diseño urbano, el emplazamiento de este espacio es una obstrucción a la traza del zócalo. Es cierto que lo mismo se podría decir de los templetes para los discursos de propios y ajenos, sin embargo su sentido y función son distintos. Este museo nómada es un espacio que se explica por su interioridad, lo que sin duda lo pone en conflicto con la función al menos histórica que tiene la enorme plancha del centro de la ciudad de México. Para decirlo en una palabra: la intervención de este museo en este espacio supone una transacción entre la noción aséptica del arte como contemplación y la afectación socio-política que lo define. Más fácil, entre la pista de hielo y el museo nómada, el Zócalo es más una suerte de Parque de diversiones que un lugar de flujo político; pero aún así, si tuviera que elegir entre la pista y el museo, prefiero la pista. Ésta al menos se acerca a ciertas formas de lo festivo y lo carnavalesco que le dan mayor legitimidad vital y social.
3. La estetización zen como producción de engaño o el cinismo de la sociedad del espectáculo
Si bien es cierto que una ciudad como espacio fundamentalmente político no se entiende sin la práctica artística como momento crítico de la propia condición de lo político, es importante diferenciar en qué consiste una oferta que apuesta por la educación como construcción de subjetividad crítica y la idea del arte como espectáculo. En la crítica a la ilustración que en su momento hicieran Adorno y Horkheimer a la sociedad de masas, apuntaban las formas en que la industria cultural, uno de los productos más elaborados del capitalismo, era alienante en tanto hacía de la fantasía el instrumento mismo de la ideología dominante. Una maquinaria donde la radio, el cine, la televisión y los medios impresos, son las mediaciones y los soportes de las producciones imaginarias de la cultura como inhibidora de la afectividad y de la crítica. La lógica de homogeneización de éstos opera bajo dos principios: la construcción de visibilidad del producto (objeto) y la fabricación de deseo en el consumidor. Algo a lo que sin duda no se puede sustraer la propuesta de Ashes and Snow, desde la cobertura que Televisa le dio, pasando por la alfombra roja donde el star system del canal de las estrellas desfiló, hasta una estética que sueña con la reconciliación a-histórica del hombre con los animales a partir de los lugares más comunes de la noción del arte. Este museo nómada es un alarde más de la sociedad del espectáculo y su delirio: una producción de la ilusión como engaño. Una maquinaria sin duda bien aceitada que busca elevar la credibiliad de la empresa al promover “actividades” culturales para el “pueblo” a partir de la puesta en escena de sus estrellas, que le representan una doble rentabilidad de imagen, de ahí la importancia de la teatralidad de la pre-inauguración. El objeto de la fantasía del entretenimiento se transfiere como receptor de arte a través del “actor”, el cuerpo del ídolo funciona como mediación entre la empresa y el “pueblo” para justificar la intervención del Zócalo. En suma, una transferencia de la fantasía del entretenimiento como legitimador de un gusto por lo new age. Lo menos que podemos hacer es tener alguna sospecha sobre el modo en que funciona la industria cultural como legitimadora del gusto por el new age: si no nos podemos conciliar con nosotros mismos como sociedad, a lo mejor vale la pena intentar conciliarnos con un elefante, un chimpancé o una ballena.
Barrios. Académico de Filosofía en la UIA y director de la revista Curare. Su más reciente libro
es Símbolos, fantasmas, afectos (Casa Vecina, 2007).
confabulario@eluniversal.com.mx