Este año festejamos dos explosiones destructivas y una fundación creativa. Dos guerras civiles y una institución. La Universidad Nacional fue inaugurada hace 100 años. El discurso que Justo Sierra pronunció en esa ocasión es un documento extraordinario, una pieza crucial del pensamiento de México que bien nos haría leer en estos días. No provienen de la oratoria burocrática, sino de la tradición del magisterio cívico: la cultura como el espacio primordial de formación nacional. México será si, además de carreteras, mercados y leyes, tiene ciencia. México será si forma un patrimonio de inteligencia. México será si descubre una versión propia del arte. Justo Sierra bosqueja en su discurso esa imaginación.
El ministro ubica a la ciencia como el abono de la nacionalidad. No es una ciencia concentrada en sí misma ni desprendida de la idea moral. El científico de la nueva universidad, anticipa Sierra, no perderá la vista en el microscopio aunque afuera se desintegre el mundo. Sabrá entender la conexión entre sus microbios y la sociedad donde vive. La ciencia de la que habla Justo Sierra es, ante todo, un camino, una búsqueda de la verdad. La luz de la ciencia está en su método, dice. En el ministro de Porfirio Díaz coexisten la admiración por la ciencia y sus descubrimientos y un respeto casi espiritual de los misterios. Las ciencias nos entregan mil sorpresas de la naturaleza, fenómenos impensados, hallazgos prodigiosos. Pero también advierte los límites del razonamiento científico: armada de método, la ciencia pronuncia la penúltima palabra. "Perseguimos el misterio de todas las cosas, hasta en los círculos más retirados de la noche del ser; pedimos a la ciencia la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra, dejando entre ella y la verdad absoluta que pensamos vislumbrar, toda la inmensidad de lo relativo". La inmensidad de lo relativo. Y se pregunta: "¿Será que la ciencia del hombre es un mundo que viaja en busca de Dios?".
Justo Sierra insistirá en que la universidad es una institución nueva, que no se trata de la reapertura de la antigua universidad colonial. La nueva universidad tiene raíces pero no tiene árbol genealógico. Una universidad que nace sin historia. Lo subraya porque quiere enfatizar la novedad de su idea pedagógica. La vieja institución era una institución parlante. Hablaba, recitaba, memorizaba hasta convertir en "flores de trapo" las doctrinas de los grandes pensadores católicos. Sus profesores, insiste Sierra, podían pasar toda la vida discutiendo con el único propósito de evitar el nacimiento de una idea. Un camino negado a la creación: "una telaraña verbal hecha de la misma sustancia del verbo". La nueva universidad no padecería esa asfixia: la oxigenaría el experimento, el debate, la comprobación.
Un párrafo de ese discurso se ha citado mil veces pero sigue mereciendo las comillas. Es la estampa que describe el sentido de esa comunidad de cultura que debe ser una universidad: "Me la imagino así: un grupo de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión, y que, recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber". No era, desde luego, una invitación a la cerrazón nacionalista: era el convencimiento de que la universidad debía vincular su razón con la acción. La universidad no podía establecer aduanas para el pensamiento. Pero era, sobre todo, la convicción que la institución debía guiar intelectual y moralmente al país. Lo dice Sierra con su elocuencia suntuosa: "La Universidad está encargada de la educación nacional en sus medios superiores e ideales; es la cima en que brota la fuente, clara como el cristal de la fuente horaciana, que baja a regar las plantas germinadas en el terruño nacional y sube en el ánima del pueblo por alta que éste la tenga puesta".
En el bosquejo de la institución había obvias intenciones hegemónicas. Sierra usaba el singular para referirse a la nueva institución. El singular se sigue usando para denominar a la universidad, como si no existieran otras. Es la arrogancia de la hegemonía: un instituto que ve su historia como resumen de la historia patria, que se asume como conciencia moral de la nación y que da trato de villano a cualquiera de sus críticos. Esa megalomanía que tan certeramente describió Gabriel Zaid. Qué bien le hubiera sentado a la UNAM, en su centenario, un asomo de autocrítica y menos cachunes.
No puede decirse que la misión de Justo Sierra esté cumplida, como ha presumido José Narro. A decir verdad, la universidad como comunidad académica sigue siendo un proyecto. Academizar la universidad, pedía José Sarukhán. Después de la porra, es indispensable retomar esa tarea.
Jesús Silva-Herzog Márquez
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